Era la última de las horas en
que ella permanecía despierta hasta tarde. El insomnio la golpeaba todas las
noches, después de su dosis diaria de café triplicada y suspendida en estos
últimos días por el doctor. A su lado, Richard dormía profundamente y a pesar
de eso, Julia no se sentía muy segura, tanto así que saltó en su sitio
provocando un movimiento brusco en la cama.
Richard abrió los ojos
preocupado y se inclinó sobre su lado izquierdo.
-
Julia, cariño -gritó exaltado.
Como pudo salió de las cobijas y
corrió por el telefono. Regresó igualmente apresurado a la habitación, buscó la
última jeringa en un cajón enorme de madera que colgaba de la pared, luego la
llenó con un líquido amarillo y se lanzó de rodillas a un lado de Julia.
-
Dolerá solo un poco cariño –dijo mientras agitaba
su brazo y clavaba la aguja en su brazo-
Verás que todo saldrá bien.
Julia permanecía inmóvil, sin
darle una respuesta.
Los ojos cafés de Richard se
llenaron de aflicción. Julia reaccionó apiadándose de la sumisión de su esposo
y lo tomó de la mano. El problema no era que no queria hablar, de hecho, horas
antes habían discutido acerca de quién iba a morir primero y de lo que harían
en sus ausencias, pero en ese momento Julia no podía hablar. Su boca estaba
reventando con sangre.
Llamaron a la puerta, Richard se
levantó del suelo y volvió con los paramédicos a su lado. Ellos tomaron a Julia
con mucho cuidado y salieron hacia el hospital.
-
¡Señor, señor!
¿Le suministro lepodova? –le preguntó un paramédico, acostumbrado a la
rutina de calmar el dolor y detener la hemorragia. Richard asintió con un lento
movimiento de cabeza.
Camino al hospital, la
ambulancia bailaba con el sonido alocado de la sirena. Se movía de un lado a
otro entre las avenidas desiertas de la noche.
Llegaron a las 12:37 am. Julia
temblaba y su semblante mostraba un conciso esfuerzo por mantener el aliento,
mientras los paramédicos hacían su mayor esfuerzo por no perderla. Su cuerpo
estaba pálido, frío y con sismos desde el centro de control.
Richard estaba asustado. Por
primera vez en su larga lucha contra el Parkinson, jamás había sentido como si
realmente estaba a punto de perderla, hasta esa noche. No soltaba su mano. Se
fue con ella a través de un largo pasillo que en la inmensidad de la luz se
tornaba totalmente oscuro.
Al llegar a la sala de espera,
Julia cerró los ojos.
-
¡Aquí estaré contigo! ¡No te dejaré! –decía
Richard, mientras rozaba por última vez la yema de sus dedos.
Permanecía en la sala. A su mente vinieron ráfagas de recuerdos. Richard,
un hombre añejado con los años, medía menos de los 180 cms de su juventud, su
piel de papel arrugado, vestía una chamarra café y unos pantalones azules de
algodón de dormir. Su dolor y preocupación pasaron desapercibidos en la sala de
espera que estaba llena de esposas llorando por los penes amputados de sus
maridos, hombres y mujeres con vidas cancerígenas, víctimas de la gripe porcina
y toda clase de mierdas hurta futuros. Richard lloraba en silencio. Metió su
mano en la chamarra café y sacó un pequeño directorio. Buscó un nombre, por
orden alfabético, y por fin se movió de la sala de espera en busca de un
teléfono. Levantó su brazo izquierdo y se lo restregó en el rostro arrancando
las lágrimas de sus ojos. Inhaló fuerte ensanchando el pecho y luego exhaló con
delicadeza.
Se paró frente a la cabina
telefónica que se encontraba a un lado de las puertas gigantescas. Hojeó un
poco más el directorio, trataba de encontrar otro número que no fuera el que él
sabía debía marcar.
-
Pero los viejos estamos solos –pensó.
Richard cerró los ojos. Sentía
de nuevo ese olor a fragancia nueva que perduraba en los pechos de Julia,
cuando era joven. La recordaba hermosa y rubicunda, con dentadura perfecta, con
aquellos ojos verdes, muy grandes y vivos. Su Julia estaba muriendo. No hacía
más que recordar el día del diagnóstico. Recordó los días anteriores a la
noticia y añoraba aquellos días en los que, aunque no eran unos lujuriosos
chiquillos, fueron felices.
Volvió a hojear la lista de
contactos y por fin marcó. Colocó con empatía el teléfono en su oreja y una voz
adormecida respondió del otro lado.
-
Hija –exclamó-, mamá está muriendo.
Al otro lado de la línea,
Juliette quedó pasmada.
-
¿Dónde estás?
-
En el hospital de siempre. Ven, hija, tu madre te
necesita. -respondió Richard con voz temblorosa y pausada.
Richard colgó el teléfono y
guardó el directorio en su chamarra café. Se enrolló en ella. Volvió a la sala
arrastrando los zapatos, se recostó contra la pared y a su mente volvieron los
recuerdos, aquel momento en que Julia y él habían esperado con ansiedad, el
deseo ardiente del encuentro de sus labios. Habían colgado sus traseros sobre
la azotea de la única casa que los antecedía a su romance, cuando la luz de la
luna acariciaba sus rostros y su reflejo acentuaba el brillo de sus ojos al
cruzar sus miradas.
Una voz interrumpió el recuerdo.
Richard volvió a morir.
-
Papá despierta –dijo Juliette. Richard reaccionó
con el ceño fruncido, pero rápidamente buscó a Julia y puso su mano sobre la
palma desvanecida. Ella sonreía. Miró a su alrededor y todo se disolvió entre
agitados movimientos. Juliette se encogió con una mueca en su rostro.
-
¿Aún nada?
-
Aún nada –respondió el anciano-, tiene que
quemarse el culo para poder ser atendido como se debe en este corral.
Súbitamente, una enfermera se
acercó, tomó la camilla de la enferma y la trasladó para ser atendida.
Juliette sonrió, y al hacerlo,
Richard recordó la sonrisa coqueta de Julia.
-
Hay que ser fuertes -murmuró Juliette y abrazó a
su padre.
El viejo volvió a su sueño.
Juliette estaba sentada a su lado. El reloj jugueteaba con la hora, que
marchaba al paso de los agonizantes dolores de parto de mujeres en cinta dando
a luz, vírgenes perdiendo su inocencia, madres y esposas muriendo y espectros
deambulando por salas vacías. Eran las 3:39 am del 3 de mayo. Bajo las bancas
atravesadas como cómodas camas para indigentes, acampaban los pacientes de sala
de espera y los cercanos a los que los cogía la muerte. Había mujeres con sus
niños tiradas afuera como costales de papas, ancianos recostados con su único
hombro bueno contra la pared. Un aroma a café sorfeaba por las narices que
navegaban con el aire frío que bajaba desde el cielo oscurecido de mayo.
Sus oídos dieron un salto
perpetuo. Hacía un momento que había amanecido y la sala de emergencias
estalló. Un hombre se retorcía sobre la camilla que se delizó por el pasillo.
Richard abrió los ojos. Juliette dormía a su lado y quiso estirar un poco el
cuerpo. La camilla avanzó tras la espalda de Richard cuando alcanzó a ver al
hombre blanco, joven, bien parecido y que además tenía suficiente como para
cargar con un Rolex en su muñeca izquierda. El doctor dio un paso atrás para
dejar pasar al hombre con la inminente amputación de medio brazo.
Richard señaló en dirección al
doctor
-
Juliette despierta -replicó jaloneando la manta
que la cubría.
El hombre se paró frente a
ellos, metió su mano en el bolsillo frontal izquierdo de su bata blanca y sacó
un lápiz.
-
Estamos listos -anunció Richard, sujetando con
fuerza la mano de Juliette. Ella arrugó los ojos.
El hombre se encogió de hombros.
-
Sabíamos que llegaría este día.
Richard inclinó su rostro.
-
Lo lamento -murmuró el doctor.
Richard levantó la mirada. El
hombre comprendió sin palabras.
-
Acompáñeme por aquí –dijo el doctor.
Richard lo siguió. Su cuerpo se
tambaleaba, sus rodillas forzaban un poco más de aguante entre el tuétano y la
coyuntura del hueso. Se pararon frente a una puerta blanca, tenía el corazón
del árbol que fue cortado a la vista de todos, como un ombligo desnudo y
descubierto al público.
-
Estoy listo, después de todo sólo es un mal día.
El doctor abrió la puerta. Una
lágrima fría recorrió el rostro de Richard, mientras Julia estiraba sus
mejillas, caminaron lentamente y se postraron a un lado de la cama. Richard
tomó su mano y recordó. Ahí estaba, sentada, con ambas piernas cruzadas, su escote
coqueto pintado de amarillo. Sonrió. Se sentó junto a ella. Traía un papel.
Julia escuchó el rebolotear de las hojas secas de los robles. Richard veía un
trazo de papel arrugado entre sus dedos. Hubo cuando, en cada que, Julia giraba
su cuello para ver el chico de su lado. Richard trataba de responder
devolviendo la mirada que Julia recibía con una sonrisa que botaba al suelo.
Richard volvía la vista al papel.
No pudo hablar. Intentó huir
mientras Julia, débilmente tomaba su mano. Se aferraron en un abrazo eterno.
Volvió a morir.
-
Quédate conmigo.
-
Estaré contigo -respondió Richard, asombrado. Su
cordura era un vaivén.
Abrió los ojos. Julia luchaba
por no olvidar, era muy difícil. Días antes se burlaba del Parkinson, como
perra barata, hoy la estaba jodiendo. Sus temblores eran controlados por
Richard que la sujetaba con firmeza. El doctor seguía en la puerta.
-
Por más que lo diga, no estoy listo -besó su
mano-, sigo siendo feliz. Me has dado los mejores años de mi vida. ¿Recuerdas
aquella canción que a ti te gustaba que te cantará, aunque odio cantar? ¡Puedo
hacerlo por ti! –dijo su voz entrecortada.
Julia cerró los ojos.
-
Estoy seguro de que ella lo escucha. Si me
necesita, sólo llámeme, estaré en el pasillo -dijo el doctor, quien cerró con delicadeza,
la puerta de la habitación.
-
Afuera te espera Juliette –animó Richard-, por
fin volvió, ya es toda una mujer, creo que somos abuelos, Julia.
Pero Julia cerró los ojos.
-
Me siguen gustando tus besos. Creo que los
extrañaré. Puede que eche de menos tus carcajadas, cuando tomabas café por la
mañana. ¡Ah! ¿Y cómo olvidar tus camisas azules, las líneas de tus dedos, tus
presentimientos, tus ojos verdes, el vestido amarillo que usabas el día en que
nos conocimos? ¡Qué días! Sencillamente no estoy listo para dejarte, te amo
demasiado.
Richard rompió en llanto. Julia
abrió los ojos lentamente, una lágrima fría se coló por su mirada.
-
Richard, ¡Quédate conmigo!- Dijo Julia con la voz
entrecortada por las llagas en la garganta.
Richard sonrió.
-
Sabía que estabas ahí, cariño. No iré a ninguna
parte.
Julia arrastró su cuerpo.
Richard se acostó junto a ella y la rodeó con sus brazos, estiró los labios
bajo la oreja de ella. La sujetó con firmeza.
-
Nos vamos cuando tú estés lista.
Julia murió a las 5:49 am del 3
de mayo del 2002 después de una larga lucha contra el parkinson. Richard murió
el mismo día, a las 5:54 am, cuando su corazón dejó de trabajar. Estaba
cansado.
Martí observó la inscripción de
la lapida.
-
¿Murió el mismo día? -preguntó el chico.
-
Supongo que no hubiera soportado seguir sin ella.
¿Sabes?, ellos eran especiales. -comenté-. Ambos crecieron en el orfanato fuera
de la ciudad. Se dice que los padres de Richard murieron en un accidente aéreo,
en cambio, Julia había sido encontrada en un canasto por una aldeana y había
sido llevada hasta el orfanato. Su amor no fue una simple pasión alocada. Ellos
se amaron con toda el alma. Murieron amándose. Cada mañana veían salir a
Richard cargando en sus brazos a Julia. Ella le repetía lo mismo todos los días.
-
Quédate conmigo.
-Y vaya que cumplieron.
-
Hace frio aquí, ¿no lo crees? –comentó Martí
-
Un poco. –lo observé con detenimiento- ¿familia?
-
No. –Martí agachó la mirada, Se detuvo. Una
lagrima fría se coló por su mirada- ella
era aun mas importante- se secó el llanto raspando las palmas de sus manos en
la cara. –es una larga historia-
-
Esas son las mejores- respondí
Fin.