lunes, 9 de noviembre de 2015

UNA LÁGRIMA FRÍA


Era la última de las horas en que ella permanecía despierta hasta tarde. El insomnio la golpeaba todas las noches, después de su dosis diaria de café triplicada y suspendida en estos últimos días por el doctor. A su lado, Richard dormía profundamente y a pesar de eso, Julia no se sentía muy segura, tanto así que saltó en su sitio provocando un movimiento brusco en la cama.
Richard abrió los ojos preocupado y se inclinó sobre su lado izquierdo.
-         Julia, cariño -gritó exaltado.
Como pudo salió de las cobijas y corrió por el telefono. Regresó igualmente apresurado a la habitación, buscó la última jeringa en un cajón enorme de madera que colgaba de la pared, luego la llenó con un líquido amarillo y se lanzó de rodillas a un lado de Julia.
-         Dolerá solo un poco cariño –dijo mientras agitaba su brazo y clavaba la aguja en su brazo-  Verás que todo saldrá bien.
Julia permanecía inmóvil, sin darle una respuesta.
Los ojos cafés de Richard se llenaron de aflicción. Julia reaccionó apiadándose de la sumisión de su esposo y lo tomó de la mano. El problema no era que no queria hablar, de hecho, horas antes habían discutido acerca de quién iba a morir primero y de lo que harían en sus ausencias, pero en ese momento Julia no podía hablar. Su boca estaba reventando con sangre.
Llamaron a la puerta, Richard se levantó del suelo y volvió con los paramédicos a su lado. Ellos tomaron a Julia con mucho cuidado y salieron hacia el hospital.
-         ¡Señor, señor!  ¿Le suministro lepodova? –le preguntó un paramédico, acostumbrado a la rutina de calmar el dolor y detener la hemorragia. Richard asintió con un lento movimiento de cabeza.
Camino al hospital, la ambulancia bailaba con el sonido alocado de la sirena. Se movía de un lado a otro entre las avenidas desiertas de la noche.
Llegaron a las 12:37 am. Julia temblaba y su semblante mostraba un conciso esfuerzo por mantener el aliento, mientras los paramédicos hacían su mayor esfuerzo por no perderla. Su cuerpo estaba pálido, frío y con sismos desde el centro de control.
Richard estaba asustado. Por primera vez en su larga lucha contra el Parkinson, jamás había sentido como si realmente estaba a punto de perderla, hasta esa noche. No soltaba su mano. Se fue con ella a través de un largo pasillo que en la inmensidad de la luz se tornaba totalmente oscuro.
Al llegar a la sala de espera, Julia cerró los ojos.
-         ¡Aquí estaré contigo! ¡No te dejaré! –decía Richard, mientras rozaba por última vez la yema de sus dedos.
Permanecía en la sala. A su mente vinieron ráfagas de recuerdos. Richard, un hombre añejado con los años, medía menos de los 180 cms de su juventud, su piel de papel arrugado, vestía una chamarra café y unos pantalones azules de algodón de dormir. Su dolor y preocupación pasaron desapercibidos en la sala de espera que estaba llena de esposas llorando por los penes amputados de sus maridos, hombres y mujeres con vidas cancerígenas, víctimas de la gripe porcina y toda clase de mierdas hurta futuros. Richard lloraba en silencio. Metió su mano en la chamarra café y sacó un pequeño directorio. Buscó un nombre, por orden alfabético, y por fin se movió de la sala de espera en busca de un teléfono. Levantó su brazo izquierdo y se lo restregó en el rostro arrancando las lágrimas de sus ojos. Inhaló fuerte ensanchando el pecho y luego exhaló con delicadeza.
Se paró frente a la cabina telefónica que se encontraba a un lado de las puertas gigantescas. Hojeó un poco más el directorio, trataba de encontrar otro número que no fuera el que él sabía debía marcar.
-         Pero los viejos estamos solos –pensó.
Richard cerró los ojos. Sentía de nuevo ese olor a fragancia nueva que perduraba en los pechos de Julia, cuando era joven. La recordaba hermosa y rubicunda, con dentadura perfecta, con aquellos ojos verdes, muy grandes y vivos. Su Julia estaba muriendo. No hacía más que recordar el día del diagnóstico. Recordó los días anteriores a la noticia y añoraba aquellos días en los que, aunque no eran unos lujuriosos chiquillos, fueron felices.
Volvió a hojear la lista de contactos y por fin marcó. Colocó con empatía el teléfono en su oreja y una voz adormecida respondió del otro lado.
-         Hija –exclamó-, mamá está muriendo.
Al otro lado de la línea, Juliette quedó pasmada.
-         ¿Dónde estás?
-         En el hospital de siempre. Ven, hija, tu madre te necesita. -respondió Richard con voz temblorosa y pausada.
Richard colgó el teléfono y guardó el directorio en su chamarra café. Se enrolló en ella. Volvió a la sala arrastrando los zapatos, se recostó contra la pared y a su mente volvieron los recuerdos, aquel momento en que Julia y él habían esperado con ansiedad, el deseo ardiente del encuentro de sus labios. Habían colgado sus traseros sobre la azotea de la única casa que los antecedía a su romance, cuando la luz de la luna acariciaba sus rostros y su reflejo acentuaba el brillo de sus ojos al cruzar sus miradas.
Una voz interrumpió el recuerdo. Richard volvió a morir.
-         Papá despierta –dijo Juliette. Richard reaccionó con el ceño fruncido, pero rápidamente buscó a Julia y puso su mano sobre la palma desvanecida. Ella sonreía. Miró a su alrededor y todo se disolvió entre agitados movimientos. Juliette se encogió con una mueca en su rostro.
-         ¿Aún nada?
-         Aún nada –respondió el anciano-, tiene que quemarse el culo para poder ser atendido como se debe en este corral.
Súbitamente, una enfermera se acercó, tomó la camilla de la enferma y la trasladó para ser atendida.
Juliette sonrió, y al hacerlo, Richard recordó la sonrisa coqueta de Julia.
-         Hay que ser fuertes -murmuró Juliette y abrazó a su padre.
El viejo volvió a su sueño. Juliette estaba sentada a su lado. El reloj jugueteaba con la hora, que marchaba al paso de los agonizantes dolores de parto de mujeres en cinta dando a luz, vírgenes perdiendo su inocencia, madres y esposas muriendo y espectros deambulando por salas vacías. Eran las 3:39 am del 3 de mayo. Bajo las bancas atravesadas como cómodas camas para indigentes, acampaban los pacientes de sala de espera y los cercanos a los que los cogía la muerte. Había mujeres con sus niños tiradas afuera como costales de papas, ancianos recostados con su único hombro bueno contra la pared. Un aroma a café sorfeaba por las narices que navegaban con el aire frío que bajaba desde el cielo oscurecido de mayo.
Sus oídos dieron un salto perpetuo. Hacía un momento que había amanecido y la sala de emergencias estalló. Un hombre se retorcía sobre la camilla que se delizó por el pasillo. Richard abrió los ojos. Juliette dormía a su lado y quiso estirar un poco el cuerpo. La camilla avanzó tras la espalda de Richard cuando alcanzó a ver al hombre blanco, joven, bien parecido y que además tenía suficiente como para cargar con un Rolex en su muñeca izquierda. El doctor dio un paso atrás para dejar pasar al hombre con la inminente amputación de medio brazo.
Richard señaló en dirección al doctor
-         Juliette despierta -replicó jaloneando la manta que la cubría.
El hombre se paró frente a ellos, metió su mano en el bolsillo frontal izquierdo de su bata blanca y sacó un lápiz.
-         Estamos listos -anunció Richard, sujetando con fuerza la mano de Juliette. Ella arrugó los ojos.
El hombre se encogió de hombros.
-         Sabíamos que llegaría este día.
Richard inclinó su rostro.
-         Lo lamento -murmuró el doctor.
Richard levantó la mirada. El hombre comprendió sin palabras.
-         Acompáñeme por aquí –dijo el doctor.
Richard lo siguió. Su cuerpo se tambaleaba, sus rodillas forzaban un poco más de aguante entre el tuétano y la coyuntura del hueso. Se pararon frente a una puerta blanca, tenía el corazón del árbol que fue cortado a la vista de todos, como un ombligo desnudo y descubierto al público.
-         Estoy listo, después de todo sólo es un mal día.
El doctor abrió la puerta. Una lágrima fría recorrió el rostro de Richard, mientras Julia estiraba sus mejillas, caminaron lentamente y se postraron a un lado de la cama. Richard tomó su mano y recordó. Ahí estaba, sentada, con ambas piernas cruzadas, su escote coqueto pintado de amarillo. Sonrió. Se sentó junto a ella. Traía un papel. Julia escuchó el rebolotear de las hojas secas de los robles. Richard veía un trazo de papel arrugado entre sus dedos. Hubo cuando, en cada que, Julia giraba su cuello para ver el chico de su lado. Richard trataba de responder devolviendo la mirada que Julia recibía con una sonrisa que botaba al suelo. Richard volvía la vista al papel.
No pudo hablar. Intentó huir mientras Julia, débilmente tomaba su mano. Se aferraron en un abrazo eterno. Volvió a morir.
-         Quédate conmigo.
-         Estaré contigo -respondió Richard, asombrado. Su cordura era un vaivén.
Abrió los ojos. Julia luchaba por no olvidar, era muy difícil. Días antes se burlaba del Parkinson, como perra barata, hoy la estaba jodiendo. Sus temblores eran controlados por Richard que la sujetaba con firmeza. El doctor seguía en la puerta.
-         Por más que lo diga, no estoy listo -besó su mano-, sigo siendo feliz. Me has dado los mejores años de mi vida. ¿Recuerdas aquella canción que a ti te gustaba que te cantará, aunque odio cantar? ¡Puedo hacerlo por ti! –dijo su voz entrecortada.
Julia cerró los ojos.
-         Estoy seguro de que ella lo escucha. Si me necesita, sólo llámeme, estaré en el pasillo -dijo el doctor, quien cerró con delicadeza, la puerta de la habitación.
-         Afuera te espera Juliette –animó Richard-, por fin volvió, ya es toda una mujer, creo que somos abuelos, Julia.
Pero Julia cerró los ojos.
-         Me siguen gustando tus besos. Creo que los extrañaré. Puede que eche de menos tus carcajadas, cuando tomabas café por la mañana. ¡Ah! ¿Y cómo olvidar tus camisas azules, las líneas de tus dedos, tus presentimientos, tus ojos verdes, el vestido amarillo que usabas el día en que nos conocimos? ¡Qué días! Sencillamente no estoy listo para dejarte, te amo demasiado. 
Richard rompió en llanto. Julia abrió los ojos lentamente, una lágrima fría se coló por su mirada.
-         Richard, ¡Quédate conmigo!- Dijo Julia con la voz entrecortada por las llagas en la garganta.
Richard sonrió.
-         Sabía que estabas ahí, cariño. No iré a ninguna parte.
Julia arrastró su cuerpo. Richard se acostó junto a ella y la rodeó con sus brazos, estiró los labios bajo la oreja de ella. La sujetó con firmeza.
-         Nos vamos cuando tú estés lista.
Julia murió a las 5:49 am del 3 de mayo del 2002 después de una larga lucha contra el parkinson. Richard murió el mismo día, a las 5:54 am, cuando su corazón dejó de trabajar. Estaba cansado.
Martí observó la inscripción de la lapida.
-         ¿Murió el mismo día? -preguntó el chico.
-         Supongo que no hubiera soportado seguir sin ella. ¿Sabes?, ellos eran especiales. -comenté-. Ambos crecieron en el orfanato fuera de la ciudad. Se dice que los padres de Richard murieron en un accidente aéreo, en cambio, Julia había sido encontrada en un canasto por una aldeana y había sido llevada hasta el orfanato. Su amor no fue una simple pasión alocada. Ellos se amaron con toda el alma. Murieron amándose. Cada mañana veían salir a Richard cargando en sus brazos a Julia. Ella le repetía lo mismo todos los días.
-         Quédate conmigo.  -Y vaya que cumplieron.
-         Hace frio aquí, ¿no lo crees? –comentó Martí
-         Un poco. –lo observé con detenimiento- ¿familia?
-         No. –Martí agachó la mirada, Se detuvo. Una lagrima fría se coló por su mirada-  ella era aun mas importante- se secó el llanto raspando las palmas de sus manos en la cara. –es una larga historia-
-         Esas son las mejores- respondí



Fin.

viernes, 6 de noviembre de 2015

A tí

Es dificil soportar mi mente. Llevo 17 años perdiendo, bueno desde que comencé a tener conciencia de donde carajos estaba parado. Y más dificil aún a sido luchar con las mentes agenas. Mi mente planea y diseña todos los días proyectos que definirán mi vida. Piensa en ilustraciones para que entienda bien lo q pretende y en secreto se que habla con mi corazón.

Como séa, esos dos me han hecho cargar contigo. Espero nunca leas esto. Y es casí imposible q sepas q hablo de tí, por eso lo hago. Esos dos tarados se enamoraron de tí. No lo pudieron evitar. Eres un buen recuerdo q complementa mis días de soledad. Eres un misterio que me fascina revelar con el tiempo.

Esos dos, me atormentan enumerando la siguiente liata de cosas q no podré hacer nunca.
1. No podré decirte nunca que te amo, que eres inmensamente extraordinaria, proporcionalmente hermosa en relación con la longitud de tiempo desde nuestra existencia como planeta hasta la profundidad en la eternidad del tiempo. Que me derrite escuchar tu voz sollozando en el aire. Tu sonrisa, tus ojos como pequeños botoncitos brillantes. Tu yo, tan humano y a la vez santificado. Y me quedaré guardando el dolor en mi pecho con mi corazón trabajando como si hubiera consumido cafeína y por último inhalado cocaina colombiana.
2. Nunca podré tomarte de la mano.
3.Nunca podré sentir tus labios, compartir tu aliento con las llamas ardiendo en mi cuerpo.
4. Nunca podré sentarme por horas a escuchar tus sentimientos.
5. Nunca podré tener un mensaje de tí extrañandome, dandome tu informe del día y deseosa por escuchar mi voz esperar el mío.
6. Nunca podré comprarte una rosa. Y dartela cuando menos lo esperes.
7. Nunca podré forjar algo de visa a tu lado.
8. Nunca podré dedicarme a quererte y demostrartelo a diario.

Y la verdad me abruma recordar las imposibilidades de mi relación inadecuada que se enamoró de tí conmigo. Pero puedo sonreir al pensar tu nombre sin que nadie sepa. Puedo imaginar q soy capaz de llenar el lugar de quien esperas sea quien inventaste en tu mente, tal como yo te inventé perfecta. Mi error está en no haber pensado lo que haría cuando te encontrara.